lunes, 11 de octubre de 2010

Vida y condiciones de vida de la clase trabajadora


La actividad económica e industrial exigía un creciente flujo de tra­bajadores a las ciudades. Sus condiciones de vida y de trabajo
eran muy diferentes a las de la burguesía y se reflejaban en el espacio urbano y en una específica cultura obrera o popular.

El capitalismo industrial y su sistema de fábricas crearon una nueva cla­se de trabajadores, unidos por la común condición de disponer de una sola fuente de ingresos: el salario que recibían a cambio de su tra­bajo. El factor más determinante de la clase obrera y trabajadora era, al contrario que en el mundo de la burguesía, la inseguridad. No sabían cuánto dinero iban a llevar a casa cada semana, ni cuánto iba a durar el trabajo o cuándo podrían conseguir otro si lo perdían. Una enferme­dad, un accidente, una vejez prematura conducían inexorablemente a la mendicidad.

Los obreros de las fábricas y de las minas tenían en común con el am­plio número de trabajadores urbanos (servicio doméstico, construcciÓn, talleres, etc.) su dependencia del salario. Compartían condiciones y for­mas de vida similares, se hallaban a un paso de la pobreza y los separa­ba del mundo burgués un abismo amplio e insalvable.

La clase obrera parecía amenazar el orden establecido. Alcanzó su pleno desarrollo en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX, y entre 1850 y 1880 era ya casi la cuarta parte de la población en los países europeos desarrollados.

En las zonas industriales interesaba que las viviendas estuvieran cerca de las fábricas. Así surgieron los más característicos e improvisados ba­rrios obreros, con edificios de dos o tres plantas al principio, que au­mentaron progresivamente en altura y volumen, a la vez que se exten­dían por los suburbios de las principales ciudades En la primera mitad de siglo, Gran Bretaña era conocida por tener los suburbios más exten­sos y miserables de Europa.

Los barrios obreros crecían de manera desordenada, sin que el poder municipal atendiese a los servicios mínimos: calles, alumbrado, conduc­ción de aguas, vertidos, basura, etc. Las calles, patios y corredores esta­ban muy degradados por el amontonamiento de desperdicios y basuras. Al no haber desagÜes, se producía el estancamiento de aguas sucias, y la escasa ventilación producía malos olores, con el constante peligro de infecciones. El interior de la vivienda se reducía a una o dos habitacio­nes, siendo frecuentes las cocinas y letrinas comunitarias.

La insalubridad de la vivienda obrera fue fuente de inspiración para novelistas como Charles Dickens, Victor Hugo o Emile lola, así como motivo de preocupación para los gobiernos más progresistas. En la epi­demia de cólera de 1832 se comprobó que muchas de estas enfermeda­
des se debían a las pésimas condiciones de vida. Las mejoras se fueron introduciendo paulatinamente y se hicieron más visibles a partir de 1870: se debían a la preocupación de los reformadores sociales y, sobre todo, a la presión de los propios trabajadores, organizados en sindicatos y en partidos políticos obreros.

La alimentación y el nivel de vida

Las primeras etapas de la industrialización trajeron consigo una pésima calidad de vida para los nuevos trabajadores. A fines de siglo, su si­tuación era más favorable, en parte debido al descenso de los precios agrícolas y en parte, a las conquistas sociales.

A nadie se le escapaba que la negación de los derechos políticos a los trabajadores, o la prohibición de que se asociaran, hacía que se mantu­viera un abismo entre la clase de los propietarios y el proletariado. Quienes se beneficiaban de esta situación argumentaban que formaba parte del orden natural de las cosas.

La dieta alimenticia de todas las clases sociales mejoró notablemente en­tre 1800 y 1900. A mediados de siglo, el alimento principal era la harina (2,5 kg semanales), ya fuese en forma de pan o de gachas, y la patata, extraordinariamente difundida a partir de 1850. Todo ello representaba el 70% de las calorías ingeridas. El consumo de carne, frutas, verduras o pescado era escaso. Para las familias obreras resultaban productos de­masiado caros. La alimentación del hombre era mejor que la de la mujer, ya que ésta solía economizar comiendo menos.

El gasto en vestidos era muy reducido. Solamente se compraba un vestido para varios años. La indumentaria del trabajador se diferenciaba de la de, los burgueses: la blusa y la gorra eran los elementos distintivos para el 1 hombre, y un vestido largo, para la mujer. El centro de ocio para los hom­bres era la taberna, único lugar que permitía relacionarse fuera del trabajo. Los trabajadores se lavaban más que los burgueses, sobre todo, por necesidad, ya que en muchos oficios se ensuciaban diariamente sus cuerpos y sus ropas. En Gran Bretaña, la producción de jabón se mul­tiplicó por diez entre 1830 y 1875.

Tampoco podían ocultar el cuerpo cuando compartían pozos de agua y lavaderos comunes. Ello explica que, para la mentalidad burguesa, las I formas de vida de los trabajadores estuvieran caracterizadas por una pro­1 miscuidad poco ejemplar. También las relaciones afectivas y sexuales, eran más libres y desinhibidas entre los trabajadores, al estar me­nos mediatizadas por los intereses de la familia burguesa. De hecho, en ­1 el París de 1850, uno de cada tres hijos nacía fuera del matrimonio.

El trabajo y el salario

El nÚmero de horas de trabajo era variable según el tipo de actividad; se trabajaba más en las industrias que precisaban de una mano de obra " nllcva. En las fábricas algodoneras del Lancashire (Inglaterra) o en Mul­" hollse (Alsacia), la duración de la jornada laboral era de unas 15 horas, 1 con 13 horas de trabajo efectivo.

La duración de la jornada laboral fue disminuyendo a lo largo del siglo. Hacia 1870, los obreros pasaban más de 12 horas en la fábrica, con una interrupción de una hora y media para las comidas; en el sector tex­til. La jornada era de diez horas y media, con la tarde del sábado libre lIacia 1880, la jornada se fue rebajando hasta las diez horas, a veces in­cluso nueve A fines de siglo, la principal reivindicación de las organiza­ciones de trabajadores era la jornada de ocho horas de trabajo.

Mujeres y niños constituían buena parte de la mano de obra en las primeras etapas de la industrialización En 1839, la mitad aproximada de , los trabajadores fabriles eran mujeres. y los datos del censo de 1851, muestran que en Inglaterra todavía trabajaba regularmente un 28% de la población comprendida entre 10 Y 15 años.

Los salarios eran muy bajos y estaban muy ajustados para satisfacer las necesidades mínimas de los trabajadores: vivienda Y comida. El tra­bajo infantil estaba mucho peor pagado, lo mismo que el de las mujeres, que percibían aproximadamente la mitad del salario de los hombres.

A partir de 1850, los salarios tendieron a aumentar, especialmente para 1 los obreros especializados; pero el nivel de vida de los trabajadores se­" guía siendo muy bajo. La alimentación absorbía más de la mitad del suel­" do, quedando muy poco para el alquiler, la ropa u otras necesidades. Las tasas de mortalidad seguían siendo más altas en los barrios obreros, y la pobreza dominaba aún la vida de la mayoría de las familias proletarias.

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